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La laguna Estigia

“A las 11.05 de la mañana [12 de noviembre de 1940] el tren que transportaba a Molotov y su séquito hacía su entrada en la estación de Anhalter de Berlín, engalanada para la ocasión con flores iluminadas siniestramente por los focos, y con banderas soviéticas que asomaban entre una gran multitud de cruces gamadas”. Simon Sebag Montefiore (La corte del zar rojo, 2003).
La isla de los muertos. Arnold Böcklin, 1880.
La finalidad de la visita estaba relacionada con ajustes del pacto germano-soviético firmado en agosto de 1939. Viacheslav Molotov, como ministro (comisario) de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, quería recordar a sus “socios” que había cuestiones pendientes. El control de Besarabia (actual Moldavia) y la Bucovina (entre Ucrania y Rumania), la neutralización de Finlandia y el acceso al Mar del Norte y los estrechos turcos. Molotov se entrevistó con Hitler el 12 y el 13 de noviembre. Se mostró como un negociador duro, era un bolchevique de la primera hornada y estalinista hasta la médula.
Los nazis intentaron convencerle de que participara en el reparto del aparentemente derrotado Imperio Británico. Pero los intereses rusos estaban más relacionados con el “hinterland” europeo que con el control del golfo Pérsico y la lejana India. 
Molotov, Hilger (de espaldas) y Hitler. 12 de noviembre de 1940.
La primera reunión se celebró el 12 de noviembre por la tarde. Molotov acudió a la Cancillería del Reich, el imponente edificio de Albert Speer inaugurado en 1939 y destruido en 1945. Fue recibido por Hitler en su despacho y, después, pasaron a una sala adyacente con los intérpretes (Hilger y Pavlov), Ribbentrop y el vicecomisario Dekazonov. Hay una fotografía realizada en esta sala en la que se aprecia, en la pared, un cuadro. Este cuadro ha sido identificado, se trata de La isla de los muertos (Die Toteninsel) del pintor suizo Arnold Böcklin (1827-1901). Me resultaba intrigante el camino que podría haber recorrido ese cuadro para quedar situado en el centro neurálgico del poder nazi.
En primer lugar, hay que retroceder hasta finales del siglo XIX. En el Reich alemán se gestó un movimiento, heterogéneo, de extrema derecha, nacionalista alemán y antisemita. Los grupos que lo componían eran conocidos con el genérico “völkisch”. El vocablo procede de la palabra “volk” (pueblo, gente). Tenía indudables connotaciones raciales y, muy en consonancia con un medievo alemán mítico, reivindicaba a Germania en contraposición tanto a la romanidad como al mundo moderno
Autorretrato. Arnold Böcklin.
Algunos grupos “völkisch” se centraron en el mundo del arte. Un historiador del arte, Henry (Heinrich) Thode (1857-1920), muy ligado a estos grupos, intentó explicar cuál era el auténtico arte alemán. Fue enemigo feroz de las vanguardias iniciadas por el impresionismo. En 1905 publicó un libro (en Heidelberg) en el que transcribió unas conferencias que había impartido sobre el “auténtico” arte alemán. En el prefacio se queja (patéticamente) de los ataques recibidos por parte de sus colegas, sobre todo del pintor impresionista Max Liebermann (1847-1935) que había nacido en una acaudalada familia judeo-alemana. Este último fue miembro (y presidente) de la Academia Prusiana de Artes y renunció (asqueado) en 1932 ante el imparable avance nazi. 
En una de las conferencias Thode glosaba a los pintores Hans Thoma (1839-1924) y Arnold Böcklin. No escatimaba los elogios a estos pintores: “Esto es genial, esto es arte alemán: todo está ahí y en toda su fuerza: una fuerte expresión emocional, universalismo, fidelidad a la naturaleza y la imaginación más vivaz”. Desde luego, esto es lo que se puede denominar elogio grandilocuente.
Autorretrato, Hans Thoma. 1899.
Entre los asistentes a las conferencias de Thode se encontraba Bettina Feistel-Rohmeder (1873-1953), pintora y crítica de arte. Muy ligada a los grupos “volkisch” fundó, junto al pintor Richard Müller (1874-1954), en 1920 la Deutsche Kuntstgesellschaft (Sociedad Alemana de Arte). Esta sociedad se convirtió en uno de los peones instrumentales del todopoderoso, y mefistofélico, Joseph Goebbels que fue ministro de Propaganda de Hitler. Por este camino metafórico habría transitado el cuadro de Böcklin hasta llegar al “sancta sanctorum” del Reich de los Mil Años.
El cuadro, La isla de los muertos, fue pintado por Böcklin en 1880, durante su estancia en Florencia (de 1874 a 1885). Fue un encargo de una mujer fascinante, Anna Marie Berna, nacida en Nueva York en 1846. En 1864 se casó con el terrateniente Georg Berna que murió en 1865 dejándole la propiedad del palacio de Büdesheim (en Hesse). En homenaje a su marido fallecido pidió a Böcklin (en abril de 1880) la confección del cuadro. En el mismo año se casó otra vez con el conde Waldemar von Oriola; de él tomó su nuevo nombre Marie Gräffin von Oriola. Marie Oriola fue un referente en el mundo artístico de su época. Cruzó una enorme correspondencia con Clara Schumann. Se convirtió en artista por derecho propio, era una creativa fotógrafa de retratos. Utilizaba un cierto desenfoque como mecanismo para poner énfasis en los estados de ánimo de las personas que posaban. Murió en 1915 en Büdesheim. 
Marie Gräffin von Oriola
Arnold Böcklin fue un pintor simbolista que tuvo mucho éxito y que inspiró decisivamente a los surrealistas. Salvador Dalí lo admiraba. La Ilustración Española y Americana publicó el 08/02/1901 (pags.79-80) una necrológica, sobre Böcklin firmada por Johannes Fastenrath, jurista, escritor, traductor y apasionado hispanófilo. En el artículo cita La isla de los muertos: “…nos muestra una barca en que se encuentra una figura solitaria acompañando a un muerto a la paz tranquila de una isla bajo cuyos árboles seculares y en cuya sombra crepuscular se descansa bien”. Es una curiosa descripción del cuadro hecha por un contemporáneo de aquel mundo de fines del siglo XIX.
El barquero Caronte, Gustavo Doré.
Del cuadro Böcklin realizó varias versiones un tanto diferentes, una de ellas con la finalidad de elaborar grabados. La tercera es la que llegó al despacho de Hitler y actualmente se exhibe, desde 1980, en el Staatliche Museen zu Berlin.
Siempre me ha parecido que la austeridad del cuadro respondía a una posible trastienda calvinista. La imagen contiene elementos iconográficos, la barca, el mar (el agua), el arribo a lo desconocido, un barquero y una figura vestida de blanco. Estos elementos resultan ser una estilización simbolista de la descripción de la laguna Estigia, y el barquero Caronte, descritos en la Eneida. Pero esa elaborada abstracción conduce a que el barquero no tenga nada que ver con la descripción de Virgilio: “El horrendo portador Caronte conserva estas aguas y ríos / con terrible miseria, en cuyo mentón / yacen descuidados muchos cabellos grises, sus ojos están en llamas, / su túnica sucia cuelga de sus hombros en un nudo”
Tampoco, por supuesto, coincide el barquero de Böcklin con el Caronte (característicamente virgiliano) que retrata Joachim Patinir en El paso de la laguna Estigia. En este lienzo la barca permanece en medio de la laguna y el alma transportada en el “esquife herrumbroso” no sabe si se va a dirigir al Elíseo o al Tártaro. Esa incertidumbre sobre el destino final provoca la aparición de la inquietud y el miedo.
El cuadro de Böcklin rompe con la tradición iconográfica de lo que representa. Hay en él una placidez de la que se hace eco Fastenrath. Su comentario contiene la palabra clave “tranquilidad”. Parece un contrasentido con respecto a lo que el cuadro narra.
El paso de la laguna Estigia. Joachim Patinir.
En este punto creo que es necesario recordar que Fastenrath escribe esto en 1901. Él vivía en un mundo predecible, la Alemania Guillermina. No conocía el futuro, la carnicería de la Gran Guerra ni las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial.
Stefan Zweig, en El mundo de ayer describió ese maldito futuro: “…es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia”.
Paradójicamente La isla de los muertos de Böcklin me produce más inquietud que el cuadro de Patinir. Mi mirada ha sido modificada, con respecto a la de Fastenrath, por los acontecimientos que inevitablemente conozco. El futuro modifica inevitablemente el pasado. La pintura de Böcklin contiene ahora más información que la que contenía en el momento en que fue creada. Una vez más compruebo que no puedo mirar el pasado de una forma más o menos objetiva. Y este detalle conduce al desasosiego.