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Traducciones y lecturas

Tuve conciencia de la importancia de la traducción cuando comprobé que un libro de Rabindranath Tagore (La hermana mayor, Losada 1948) había sido traducido por Zenobia Camprubí (1887-1956), la inteligente y sufrida esposa del neurasténico Juan Ramón Jiménez (1881-1958). En realidad, ambos colaboraban, Camprubí hacía una primera traducción y, después, Juan Ramón Jiménez hacía el ajuste fino, ritmo narrativo y cadencia. 
Zenobia Camprubi Aymar
En mi juventud consideraba que había lecturas obligatorias por su “importancia literaria”. Una de ellas fue “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust (1871-1922). Tuve la suerte de leer, en los dos primeros tomos, la traducción de Pedro Salinas, casi contemporáneo del autor. Mi interés, en los volúmenes siguientes (traducidos por Consuelo Berges), fue languideciendo hasta extinguirse poco a poco antes del final. Me quedó en la memoria que la casa de Proust la identificaba con el zaguán, enorme y de cantos rodados haciendo dibujos, de un palacio renacentista que fue uno de los escenarios de juegos de mi infancia.
Otro libro “canónico” fue “Ulises” de James Joyce. Leí la traducción de Jose María Valverde publicada por Lumen en 1976. Prácticamente no entendí nada, era un abstruso ejercicio literario. Sin embargo, el deambular, por el Dublín de 1904, de Leopold Bloom y Stephen Dedalus me dejó en la cabeza el aire de los sueños que se repiten en algunas temporadas.
Marcel Proust. Jacques-Emile Blanche, 1892. Musée d'Orsay.
En mi defensa, con respecto al “Ulises”, he de recordar que el propio Borges comentó la imposibilidad de comprender la obra sin la guía que confeccionó Stuart Gilbert, con la bendición del propio James Joyce. Borges hacía constar que “Finnegan’s Wake” aún era más ilegible: “…Joyce escribió para la polémica, para la fama, para la historia de la literatura, y no para agradar al lector, para deleitarlo.”
Mis primeras lecturas fueron, como era habitual entonces, novelas de aventuras y, sobre todo, las peripecias de Guillermo Brown publicadas, a partir de los años 1920, por la escritora inglesa Richmal Crompton Lamburn. Entre los traductores al español se encontraba C. Peraire del Molino, que tradujo también gran parte de la obra de Agatha Christie. Otro traductor de las aventuras de Guillermo fue Guillermo Lopez Hipkiss. Este último fue el autor de unas curiosas novelas de intriga protagonizadas por una especie de super héroe, Yuma, que en realidad era un español millonario llamado Ramón Trévelez, el cual, desde una instalación científica en el Tibidabo de Barcelona, luchaba contra el crimen. Hubiera sido el sueño de Guillermo Brown.

También tuve ocasión de leer “Las mil y una noches”. Se trataba de una traducción realizada por el escritor español Daniel Tapia Bolívar (1908-1985), que murió en el exilio de México. La traducción se realizó sobre la versión de la obra realizada por Joseph Charles Mardrus (1868-1949), médico y orientalista francés. Fue publicada en México por la Compañía General de Ediciones en 1953.
Borges en Historia de la Eternidad hizo un comentario exhaustivo sobre la versión de las 1001 Noches del Dr. Mardrus. Dice que Mardrus incorpora a su versión una visión más “orientalizante” que la que tenía la obra original. Al fin y al cabo, las palmeras eran lo normal en el Bagdad abasida y para nosotros son un símbolo del misterioso Oriente. Es decir, Mardrus convierte la colección de cuentos en una apoteosis barroca. Como indica Borges: “Añade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetrías, mucho orientalismo visual.”
Dr. Mardrus. Paul-Charles Delaroche, 1911-1913
Jorge Luis Borges habló sobre la traducción, y sus dilemas, en numerosas ocasiones. En 1984 Roberto Alifano publicó “Conversaciones con Borges”. En este libro hay varias referencias a las traducciones. Habla sobre la traducción literal, dice que la literalidad pertenece al campo jurídico y al religioso; pero no tiene sentido en el ámbito literario. El pensar que las palabras tienen una correspondencia exacta en otros idiomas es absurdo y no tiene sentido. Cada vocablo, en cada idioma, tiene detrás un imaginario complejo y muy difícil de trasladar. 
Lo que es canción en un idioma, en otro pierde la cadencia, el ritmo, el aire que lo impregna. La recuperación de esa magia corresponde al traductor, que se convierte en un recreador del texto; tal vez lo reescribe, se convierte en el “médium” entre el autor original y el lector.
En los casos extremos, en la poesía, la forma perfecta impide la traducción, se convierte en un obstáculo. Ello explica los problemas con el Ulises de Joyce. Por ejemplo, Borges comentaba que Quevedo es apenas conocido fuera del español; la causa radicaría en que la forma se convierte en la clave del texto. Lo que se cuenta casi es secundario. 
En otro libro de Borges, “Discusión”, hay un capítulo “La supersticiosa ética del lector” en el que recuerda que Cervantes no era un estilista y que, precisamente por esto, el Quijote sale sano y salvo de las traducciones y se convierte en un icono universal. A Cervantes “le interesaban demasiado los destinos de Quijote y Sancho para dejarse distraer por su propia voz”.
Don Quijote en Barcelona. Luis Tasso (sobre Gustavo Dore), 1894.
Añade Borges en este texto, escrito en 1930, que muchos lectores subordinan la emoción a la ética y que, por ello, “ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales”
Por su parte, Umberto Eco en un pequeño y divertido ensayo sobre “El conde de Montecristo” califica la novela: “…es, desde luego, una de las novelas más apasionantes que jamás se hayan escrito y, por otra parte, una de las novelas peor escritas de todos los tiempos y de todas las literaturas”.
Es decir, apunta la misma paradoja que comentaba Borges sobre la contraposición entre estilo y eficacia de la literatura. Eco achaca los defectos al sistema de publicación en folletín; los lectores leían las novelas a lo largo del tiempo en que se iba publicando en los periódicos. En lo que respecta a Montecristo hay, incluso, una interrupción de seis meses. Además, Dumas cobraba por palabras. Esto implicaba diálogos interminables, aparte de las repeticiones para ilustrar a los lectores más olvidadizos.
Cuenta Eco que la editorial Einaudi le invitó a traducir el Montecristo. Le pareció una idea estupenda. De esa manera podría corregir los defectos y reducir el tamaño absurdo de la obra (casi 2.000 páginas), eliminando las repeticiones y las divagaciones innecesarias. 
Pero, finalmente lo dejó: “… me preguntaba si la ampulosidad, el desaliño, las redundancias, no formaban parte de la máquina narrativa. ¿Habríamos amado el Montecristo como lo habíamos amado, si no lo hubiéramos leído las primeras veces en sus traducciones decimonónicas?”.