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Avida Dollars, la obra de arte y el "kitsch"

En “Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay” (Michael Chabon, 2000.Premio Pulitzer 2001) hay una escena en la que aparece Salvador Dalí. Se relata una fiesta en honor del propio Dalí que se celebra el 24/10/1940, último viernes antes del cierre de la Feria Mundial de Nueva York (1939-1940). Dalí había participado como diseñador del pabellón “El sueño de Venus”; se trataba de un delirio surrealista que contenía una abigarrada mezcla de artefactos modernos junto a motivos submarinos, incluidas sirenas. Por supuesto el pabellón motivó problemas con el comité de control de la Feria por algunos elementos (las “sirenas”) que se consideraban “vulgares, indecentes u ofensivos”
Portada revista New Yorker, 24/02/1940. El sueño de Venus, Dalí.
Con anterioridad, en 1939, Dalí había decorado escaparates en la famosa tienda de Bonwit-Teller en la Quinta Avenida; allí protagonizó una querella con la dirección porque modificaron sus diseños.
En la fiesta citada, Dalí está vestido con un traje de buzo incluyendo el casco metálico en forma de globo unido por una manguera de goma a un compresor de aire. En un momento de la fiesta se produce un accidente y Dali está a punto de ahogarse;  Kavalier logra desatascar los pernos del casco y libera al artista que estaba cerca de la asfixia.
En realidad, la anécdota es cierta pero se había desarrollado el 11 de junio de 1936, en la Exposición Surrealista celebrada en Londres. (New Burlington Galleries). La finalidad de la performance era ilustrar una conferencia para explorar “la profundidad del subconsciente”
Paul Éluard, Nusch Éluard, Diana Brinton Lee, Salvador Dalí (in diving suit), WLT Meesens, Rupert Lee, 1936, New Burlington Galleries, London
Dalí era uno de los abanderados del movimiento surrealista. Aunque el líder del movimiento, André Breton, le expulsó en 1938 achacándole su codicia. En 1941 Breton le dedicó su famoso anagrama, formado con las letras de Salvador Dalí, “Avida Dollars”. Dalí, a su vez, contestó diciendo ”El surrealismo soy yo”
El surrealismo fue el último movimiento pictórico con vocación de dar una explicación global de las artes plásticas. Los surrealistas intentan la salvación del arte. Arnold Hauser lo intenta definir: “El surrealismo, que completa el método del dadaísmo con el «método automático de escritura», expresa ya con esto su creencia de que una nueva ciencia, una nueva verdad y un nuevo arte surgirán del caos, de lo inconsciente y de lo irracional, de los sueños y de las regiones no vigiladas del alma.”
Hauser apunta que Sigmund Freud, el “inventor” del subconsciente descubre la trampa del surrealismo: “Se dice que a Salvador Dalí, que le visitó en Londres poco antes de su muerte, le dijo: «Lo que me interesa en su arte no es lo inconsciente, sino lo consciente». Acaso no quiso decir sino: «Yo no estoy interesado en su paranoia simulada, sino en el método de su simulación.»”
Salvador Dalí. Fotografía de Philippe Halsman. c. 1948. Library of Congress.
El concepto de obra de arte estaba en crisis (considero restringido este análisis a la pintura). El surrealismo intentaba explicar la crisis y renovar el concepto recurriendo a algo tan inaprehensible como el subconsciente, los sueños y los automatismos mentales. 
Walter Benjamin, que llegó a estar fascinado por el surrealismo hasta el punto de que sobre su obra “El libro de los pasajes” (1927-1940) planea el aire onírico característico del movimiento, es el pensador más agudo sobre la crisis de las artes plásticas. 
Benjamin constata la debacle de la obra de arte pictórica. Identifica varias causas, la invención de la fotografía, la influencia del cine y, sobre todo, lo que expresa en su libro “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936). Apunta que la obra de arte ha perdido el aura de su valor y de su lejanía respecto del espectador. La reproducción “ad infinitum” ha provocado que el objeto artístico termine siendo “consumido”, es decir, que se vacíe de su ambigüedad y de su capacidad de sugerencia. Ya solamente quedan objetos “kitsch”
La pregunta clave es: qué es el “kitsch”. Confieso que se trata de un concepto difícil de entender. El vocablo aparece por primera vez en alemán a fines del siglo XIX; su origen estaría relacionado con objetos vulgares  que se intentan hacer pasar como obras de arte. 
Hermann Broch (1886-1951) utiliza el concepto de “kitsch” como el opuesto a la vanguardia. Las vanguardias representarían el inacabable proceso de investigación y evolución del arte. Broch consideraba el “kitsch” como una encarnación del mal, el gran peligro para la cultura. 
Muchos pensadores han intentado definir el concepto de “kitsch”. Para comprenderlo, sobre todo, hay que intentar no caer en el relativismo radical. El aforismo “de gustibus non disputandum est” no resulta apropiado para este análisis. 
Salvador Dalí. Fotografía de Carl Van Vechten. 29/11/1939. Library of Congress.
Umberto Eco, en “Apocalípticos e integrados”, dedica un capítulo titulado “Estructura del mal gusto” a intentar identificar las características de la obra de arte y de su oponente, el “kitsch”
Inicialmente apunta que “el mal gusto en el arte es la prefabricación e imposición del efecto”. Es decir, que el espectador (o el lector) ha de poder ser libre en la actitud y respecto a los efectos que le pueda provocar el disfrute (contemplación) de la obra de arte. Analiza sobre todo el mensaje poético, al fin y al cabo su especialidad es la semiótica.
Obviamente esto no nos explica la estructura del objeto artístico; la comprensión de dicha estructura requiere un acceso redundante desde diferentes puntos de vista. 
En primer lugar hay que tener en cuenta que los “factores fundamentales de la comunicación son el autor, el receptor, el tema del mensaje y el código al que el mensaje se remite.” 
Al parecer la clave se encuentra en el código, en los significantes, en los mecanismos que, convencionalmente, permiten la comunicación. 
En el mensaje referencial, el más simple, el significado agota (consume) al significante. El ejemplo más claro es una señal de tráfico. La señal de “dirección prohibida”, su dibujo, su estructura, es olvidada inmediatamente, solamente permanece el mensaje. 
En el mensaje poético, el autor utiliza el código lingüístico. El receptor procede a la descodificación  del mensaje. Pero, así como en el mensaje referencial la precisión es fundamental en el mensaje poético la ambigüedad es lo más importante. Es decir, la combinación adecuada de significantes puede tener, en el proceso de descodificación, diferentes sentidos, o sea, diferentes significados. 
Lo que termina ocurriendo es que el receptor (el descodificador) no abandona los significantes porque no los ha agotado, no los ha consumido en su totalidad. Puede haber más significados que quiera disfrutar o, simplemente identificar. 
Según Eco aquí radica precisamente la diferencia entre la obra de arte (obra plástica) y el “Kitsch”. Este último sería el objeto artístico cuyos significantes se agotan enseguida que se ha identificado el significado.  
Este proceso ha sido acelerado por el consumo de masas. Tal y como ya apuntaba Benjamin, la conversión del proceso creativo en un proceso integrado en el mercado de consumo moderno ha propiciado su empobrecimiento. Los bienes de consumo no pueden ser complejos y, además, tienen que ser conocidos “íntegramente” para ser aceptados con mayor facilidad. 
Brillo Boxes. Andy Warhol, 1964.
El “kitsch” termina conviviendo con la obra de arte. Ambos conceptos se terminan interrelacionando. En la época en que Umberto Eco escribe su análisis, 1964, Andy Warhol presentaba su obra “Brillo Boxes”, un conjunto de cajas de jabón (marca Brillo) formando una pirámide. El significante se identificaba con el significado. No había lugar a la ambigüedad salvo un cierto toque irónico. Tal vez era el fin del arte.
A mediados de los años 1990, el teórico Fredric Jameson (1934) apuntaba que la sensibilidad posmoderna “no era sólo una forma de concebir el mundo, sino la forma predominante, y que este hecho constituía un resultado lógico del último capitalismo” (Peter Watson). Se había abolido la distinción entre la cultura elevada y la de masas. “Para Jameson, la clave se encuentra en que el capitalismo último se ha dado cuenta de que el arte es, ante todo, un producto, algo que puede comprarse y venderse.”
Salvador Dalí. Fotografía de Bernard Gotfryd. 1973. Library of Congress.
Visto con perspectiva, y ampliando el foco del análisis, se podría elaborar la siguiente hipótesis. El concepto de obra de arte (y de creador) aparece a fines del siglo XVIII, no es casual, con la caída del Antiguo Régimen. Por ejemplo, Mozart se consideraba a sí mismo un artesano, sin embargo Beethoven, sólo 14 años más joven, se consideraba un creador con mayúsculas. 
A partir de entonces comienza un período en que la obra de arte empieza a gozar de un prestigio masivo que hasta entonces se había limitado al disfrute de las élites. En paralelo se tiene que elaborar un concepto, el “kitsch”, que permite señalar que artefactos pueden ser considerados obras de arte y cuales no. En el supuesto que pensadores como Benjamin y sus epígonos (Jameson, entre otros) tuvieran razón, el concepto de obra de arte ha tenido una vida de dos siglos, tal vez cinco siglos si contamos desde el Renacimiento. 
Si fuera así, un artista como Salvador Dalí que, a partir de los años 1940, se copiaba a sí mismo y había dejado de ser vanguardia, sería un adelantado en otro campo. Es posible que se diera cuenta de que, agotado el arte, la auténtica creación se encontraba en la gestación de su propio personaje. Salvador Dalí quiso convertirse en un “icono del arte” él mismo. Su obra era la referencia a sí mismo, el conjunto de significantes que le identificaban a él como ser cuasidivino. No sé si lo consiguió pero, desde luego, estaba muy cerca de los actuales “héroes” de las redes sociales.

Bibliografía
Arnold Hauser. Historia social de la literatura y el arte II. DEBOLSILLO, 2004. ISBN 978-8497932219.
Matei Calinescu. Cinco caras de la modernidad: Modernismo. Vanguardia. Decadencia. Kitsch. Postmodernismo, Tecnos, 2002. ISBN 978-8430938698.
Tomas Kulka. El Kitsch. Casimiro, 2016. ISBN 978-8493864125.
Peter Watson. Historia intelectual del siglo XX. Crítica, 2002. ISBN 978-8484323105.
Umberto Eco. Apocalípticos e integrados. DEBOLSILLO, 2004. ISBN 
Michael Chabon, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay. Random House, 2012. ISBN 978-8439726517 



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